Apóstoles

Alexander Torres Iriarte

El cancionero popular latinocaribeño le debe tanto a estos dos grandes. De cunas humildes, con fugaces estrellatos y con prematuras ausencias, nos legaron una recurrente musicalidad, centrada generalmente en un desamor irresoluto aderezado siempre con alguna bebida espirituosa.

Sus melodías siguen siendo como el evangelio del despecho, letras vehiculizadas, ahora, por victrolas virtuales y cantinas internéticas, valgan los términos.

La infancia de uno transcurriría en Ciudad de México, en la populosa Tacubaya. El otro, vería la luz en Maracaibo, en el célebre barrio El Empedrao. El mexicano era el mayorcito de tres hermanos, hijo de panadero y de una comerciante; y el venezolano era el octavo vástago de la unión entre un albañil y una ama de casa, además de vendedora.

Desde temprano, pese a sus días menesterosos, mostraron gran talento musical.

El nacido en Distrito Federal daba sus pininos, luciéndose en restaurantes y bares por la apremiante necesidad de comer. La Plaza Garibaldi, El Tenampa, Guadalajara de noche, entre otros lugares de memoria, fueron sus obligados escenarios. Ya en los años cincuenta su voz se imprimiría en acetato para la inmortalidad: grababa su primer sencillo a mediados de esa década tan competitiva. El hit Llorarás, llorarás lo catapultaba a la fama.

Por su parte, el marabino se imponía en la radio local y se hacía ver en espectáculos de aficionados en la incipiente pantalla chica. Ya mudado a Caracas, para 1958, los locales nocturnos eran sus sitios favoritos. Era la hora de ser parte de Los Peniques y después de la reputada Billo’s Caracas Boys. Luego, el país norteño le abriría el sendero definitivo a su carrera, al labrar su primer álbum titulado Un Solo Camino: México. De igual manera, sería la tierra de Agustín Lara quien le daría su nombre artístico para todos los tiempos: El Bolerista de América.

Así, vidas paralelas, con altibajos infaltables, alcanzaban el reconocimiento internacional. Nos referimos a Javier Solís y a Felipe Pirela, respectivamente. 

También los finales de sus existencias fueron dramáticos y hasta paradójicos, como trastadas del destino: uno, moriría producto de una enfermedad y el otro trágicamente asesinado, ambas desapariciones han prohijado versiones contradictorias, como en gran medida fueron sus estelas tan admiradas.

Se afirma que Javier Solís, quien padecía piedras en la vesícula, con una peritonitis muy desarrollada, falleció aparentemente por descuido propio: un vaso de agua mal tomado finiquitó la vida del Rey del bolero ranchero. Era la mañana del 19 de abril de 1966. Se iba el intérprete de 300 temas en menos de dos lustros de meteórico ascenso. Tenía 34 años.

Se asevera que preso por el desengaño de su esposa, del despojo de su única hija y de una patraña moral en su contra Felipe Pirela fuera a residenciarse en Puerto Rico, donde  fue ultimado, absurdamente,  el domingo 2 de julio de 1972. Tenía 30 años. 

En un instante, llegaron a compartir la misma letra: “Pude ser feliz y estoy en vida muriendo/ Y entre lágrimas viviendo/El pasaje más horrendo de este drama sin final.”

Nacieron en el mismo mes: el primero de septiembre de 1931, Javier Solís, y el 4 de septiembre de 1941, Felipe Pirela. Los dos burlaron la muerte y quedaron eternamente en el firmamento romántico y rocolero de una región que busca un lugar decoroso bajo el sol.

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