Carta a la Abue
Alexander Torres Iriarte

Traía su cabello rizado, su rostro atezado y una nariz nada parecida a la del perfil griego. Su sus cejas estaban fruncidas por el dolor del cautiverio, pero su semblante permanecía despejado como el de Siddhartha de Herman Hesse. De impronta indiada con salpicadura de negritud sus ojos achinados parecían mirar el infinito. Su voz era de trueno, como quien irrumpe en la medianoche de un domingo. Su paso era firme y lo esperábamos con inusitada emoción. Traía, como el Prometeo mítico, la antorcha en la mano. Sonreía permanentemente con una calidez infantil.
Abue ya Hael Cherrías había purgado pena. Haberle quitado el fuete al mayordomo que golpeaba a sus anchas a la peonada era su único crimen. La injusticia le enervaba la sangre; sensibilidad especial, casi robinhoodiana, lo asaltaba a ratos, amargo resentimiento que debía solazar con lecturas prolongadas sobre épocas de causas gloriosas y justas.
Abue Hael Cherrías era un animador natural, su “ángel” de gente sencilla mezclada con un candor provinciano le daban cierta marcialidad, humilde pero convincente a la vez. Después de “pagar cana”, como dicen los muchachos del barrio, su fama iba de menos a más. Crecía como el sol en la sombra. Su presidio también le había servido para afinar su puntería: buscar una manera más efectiva de defender a los menesterosos. Por supuesto, eso pasaba por jugar con las armas del enemigo, con sus “amellados” instrumentos. No había de otra. Así fue que se presentó a la justa, llegó confiado al torneo, bien sabía él que su barra no lo dejaría solo. Ya nada podía detener a Hael Cherrías, años de humillación lo convertían en una especie de bola de nieve. La odiosa idea de botar la comida en la Mansión Blanca, en lugar de repartirla equitativamente a los necesitados, abonaba el camino para su inminente triunfo.
Hael Cherrías decía que había que reconstruir la comarca, levantar las empalizadas, dividir armoniosamente la tierra, estimulando a la vez el orgullo de los ciudadanos. Claro, eso sin obviar el descontento del amo Smith, ya acostumbrado a hacerse no solo con las partes de atrás de las casas, sino inclusive con la sala, la cocina y las ocultas morocotas de los lugareños. Llegó la fecha anhelada: todos eligieron a Hael Cherrías como el cacique de la comunidad, algo así como el primero entre los iguales, a despecho del amo Smith, la hechicera, el arlequín y el carnicero. Desde ese día el pueblo, con Hael Cherrías, decidió abrir los profundos hoyos de sus columnas, para sostener sus paredes y sus techos. También determinaron hacer un parque en el cual pudieran jugar sus hijos y nietos, todos bien comidos, una vez que regresaran de sus bonitos colegios, en los cuales habrían maestros optimistas y alegres.
Abue usted lo debe de conocer. Se dirigió segurito a su lado. Ponga cuidado. En el primer trimestre de un año cercano Hael Cherrías se despidió moviendo un pañuelo rojo. Cuando se fue sentimos que alguien grande se marchaba, pero que, igual, cual padre, nos recordaba que descansaba en nosotros seguir la ruta. Y eso, pese a los sembradores de zozobra que aprovecharían su ausencia. Bendición Abue. Ahora pienso que ese pañuelo rojo era la señal de que nada estaba perdido, y que la luz, por fin, en mucho tiempo, había derrotado a las tinieblas.