Entre Plumas  Célebres y Voces Anónimas

Por: Jose F. Medina.

En este mundo complicado y cada vez de menor longitud en la lectura hay mucho que decir, la IA está transformando el entorno tanto del escritor como el del consumidor final, la preferencia por los libros de mediana y larga extensión, se ha cambiado por recetas de información sacados del mundo de la tecnología celular.

Durante siglos, escribir fue privilegio de pocos. Los que sabían leer y escribir tenían el poder de narrar el mundo, de registrar la historia, de imponer versiones. Esa lógica, aunque menos visible hoy, persiste: seguimos creyendo, muchas veces sin querer, que solo quienes han sido legitimados por universidades, editoriales o medios “serios” pueden decir algo que merezca ser escuchado, quizás aquí sea bueno preguntar, cuantos eruditos negaron el cambio climático, o cuantos genios confirmaron que la tierra era plana.

Los hombres y mujeres de a pie escriben desde un saber que no se aprende en libros, en las aulas de clases, en universidades e institutos, es el saber de la experiencia. No son teorías lo que transmiten, sino memoria, intuición, experiencia. Sus textos, cartas, crónicas, cuadernos escolares, artículos de opinión, poemas, tienen la potencia de lo vivido.

¿Qué sabe una abuela sobre el tiempo? ¿Qué sabe un pescador sobre el mar? ¿Qué sabe un joven de barrio sobre la violencia? ¿Qué sabe un preso sobre la soledad? Son saberes encarnados, construidos al andar, cargados de contradicciones y lágrimas, belleza y sonrisas. Escucharlos no es un gesto de misericordia intelectual, sino una necesidad para comprender realmente la complejidad humana.

Hoy nos atañe el tema de como deben de ser las citas en textos realizados por hombres progresistas, revolucionarios, buscadores de cambios, de visión amplia y desapegada, lo abordaremos desde dos perspectivas, una formal y la otra un tanto libre e independiente.

Citar no es una simple formalidad académica ni un requisito burocrático al escribir artículos o libros. Es una práctica fundamental en el desarrollo del conocimiento humano, una muestra de honestidad intelectual, y una herramienta clave para el diálogo entre ideas a través del tiempo.

Una de las principales razones para citar es reconocer el trabajo previo de otros autores. Ningún investigador o pensador trabaja en el vacío; todo conocimiento nuevo se construye sobre la base de ideas existentes, es decir, dialécticamente. Al citar, se otorga crédito a quienes han contribuido con anterioridad y se evita el plagio, que no solo es una falta ética, sino también un obstáculo para la transparencia académica.

El conocimiento es un esfuerzo colectivo y acumulativo, es la conciencia o comprensión de alguien o algo obtenido a través de la experiencia, estudio o la razón. A través de las citas, se establece una red de ideas conectadas que permite que los nuevos aportes se ubiquen dentro de una zona más amplia del saber. Esta interconexión es vital para el avance de las ciencias, las humanidades y todas las formas de conocimiento.

Las citas actúan como puertas de entrada a nuevas lecturas, referencias y líneas de investigación. Para el lector curioso, cada cita es una oportunidad de explorar más allá del texto original.

De acuerdo con lo ya narrado, no podemos evitar identificarnos y sentir una simpatía casi automática con el método. Nos parece serio y pertinente, pero ocurre, que en la realidad esa forma de citar esconde algunos claroscuros  dignos de analizar.

Un revolucionario no suele someterse a los modelos de citación académica tradicional porque muchas veces los considera herramientas de exclusión, asociadas a élites académicas o estructuras de poder, además, también son vistas como un instrumento utilizado por académicos del alto ego y miradas bajas, lo que hace que mucha gente se sienta excluida y subestimada.

La relación entre un revolucionario y la forma informal de citar en los textos, puede entenderse en contraste con el enfoque conservador. Aquí el centro no está en la autoridad formal o en la norma académica, sino en la transmisión del conocimiento de manera accesible, directa y comprometida con la transformación social. El revolucionario evita citar a un autor individual para destacar la voz del pueblo, la experiencia común o la sabiduría popular.

La forma de escribir “junto al pueblo” busca romper con la jerarquía del conocimiento. En lugar de citar, para demostrar erudición, se cita para comunicar y movilizar, entiéndase que el pueblo es un todo; las personas de a pie, los trabajadores formales e informales, los estudiantes, todos los relacionados con el arte, los profesionales, amas de casa, desempleados, todos en general. 

El revolucionario, en lugar de una bibliografía, hace una mención como: Esto lo aprendimos de las mujeres de Apure y de las campesinas que recogieron la cosecha en su comuna.

La forma en que un revolucionario cita está profundamente ligada a su postura política y a su compromiso colectivo, con las masas. No busca impresionar al lector con normas técnicas, sino crear una conexión viva entre la palabra y la lucha social. En este sentido, la cita no es una referencia, sino una herramienta de memoria colectiva y acción transformadora, sin embargo, con frecuencia vemos artículos sustentados en los autores clásicos de la filosofía, los pensadores de la modernidad, en el siglo de luces o de la ilustración, y después ese mismo autor sin percatarse, nos ofrece una ponencia sobre el eurocentrismo.

En el mundo del ensayo,  artículo de opinión, y obras literarias, citar fuentes confiables es una práctica saludable. Da sustento, muestra rigor y permite al lector ubicar los argumentos dentro de una conversación más amplia. Sin embargo, cuando esta práctica se convierte en la obsesiva repetición de los mismos nombres consagrados, los “autores estrella” se cae en una falacia de autoridad que empobrece el pensamiento crítico y limita el debate.

Citar a Foucault, Marx, Arendt, Chomsky, Heidegger, Kant, Bauman, o incluso clásicos como Platón, Maquiavelo y Locke, entre muchos otros, se ha vuelto casi un requisito en ciertos círculos académicos y periodísticos. No por lo que aportan al argumento en sí, sino por el prestigio simbólico que confieren. Es una forma de validación superficial: si el texto remite a un autor reconocido, entonces debe tener valor. Pero esta lógica es peligrosa. Confunde la reputación con la razón.

La falacia de autoridad o ad verecundiam es un error lógico que ocurre cuando se da por cierta una afirmación, simplemente porque la dijo una figura reconocida, sin evaluar el contenido ni considerar otras perspectivas. En los artículos de opinión, esto se traduce en textos que se sostienen más por la cita ilustre que por el pensamiento original del autor.

El uso exclusivo de autores renombrados puede tener efectos contraproducentes. Primero, inhibe la creatividad intelectual. El autor del artículo ya no se atreve a pensar por sí mismo, sino que busca encajar sus ideas en el molde de los pensadores consagrados, transformándose en una caja de resonancia.

En segundo lugar, impone un sesgo elitista. Existen voces brillantes, locales, jóvenes, periféricas o no académicas que son sistemáticamente ignoradas porque no forman parte del “canon”. Se desvaloriza todo saber que no esté respaldado por un apellido famoso o por la editorial o academia adecuada. En este sentido, en Aporrea, por ejemplo, existen muchos artículos que, una vez leídos,  se pueden citar.

Esto no implica que debamos dejar de citar a los grandes pensadores. Lo que se cuestiona es la falta de reflexión en el uso de esas citas, la ausencia de un enlace con la gente. Una mención bien justificada de un autor reconocido puede iluminar un argumento, pero no debe reemplazar el ejercicio de pensar con autonomía.

Necesitamos abrir el espacio del artículo de opinión a nuevas voces. Esto incluye citar a autoras y autores menos conocidos, voces de comunidades no hegemónicas, saberes populares, experiencias vividas. También implica tener la valentía de desarrollar ideas propias, de romper con lo establecido, no obstante, de ser criticados.

Parte de la indiferencia hacia la escritura popular nace de una idea equivocada: que solo la forma culta o académica es “correcta”. Pero el lenguaje no es uniforme; es un territorio vivo, plural y multifacético.  Hay poesía en la manera en que un niño vende su periódico, en la forma en que una comunidad indígena describe la lluvia o la siembra. Hay sabiduría en los dichos, las canciones, los grafitis, los diarios personales, y hasta en los sobrenombres. Cada forma de decir es una forma de pensar.

Defender el valor de lo que escribe el pueblo significa reconocerlo como legítimo. Como escritura que también merece ser publicada, leída, debatida y enseñada.

Cuando el pueblo escribe, lo hace muchas veces sin pedir permiso. No espera que lo autoricen ni lo legitimen. Escribe porque necesita contar. Pues hay algo que arde y que debe decirse. Esa urgencia es su impulso, su fuerza. No busca premios ni aplausos; busca conexión, reconocimiento, futuro.

Esa escritura imperfecta, fragmentaria, oral a veces, mal puntuada, pero viva, es una de las reservas éticas más poderosas de nuestro tiempo. Nos recuerda que no todo se mide por títulos, ventas, becas o reseñas: que existen palabras que valen por el coraje que implican, por la memoria que cargan, por la comunidad que convocan.

En un mundo saturado de expertos y figuras académicas, las palabras del pueblo, del campesino que narra sus siembras, de la mujer que escribe desde la ventana del barrio, del guachimán que describe el turno de noche, suelen ser vistas como anecdóticas, menores o “no literarias”. Sin embargo, hay una riqueza inigualable en los relatos que nacen lejos de los centros de prestigio: una verdad vivida, una lengua con tierra bajo las uñas, una mirada que no pretende brillar, sino simplemente decir.

Inconformidad , ideología y trabajo.

José F. Medina es Master en Ciencias de Ingeniería. Egresado del Instituto Energético de Moscú. Lic en Filosofía. Egresado de la Universidad Central de Venezuela. Máster en Política Exterior, Egresado del Instituto de Altos Estudios Diplomáticos Pedro Gual. Profesor de la Facultad de Ingeniería de la Universidad Central de Venezuela. Profesor del   Instituto de Altos Estudios Diplomáticos Pedro Gual.

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