«Si San Juan lo tiene, San Juan te lo da» Refrán Popular
Caracas, lunes 23 de junio 2025.- La Noche de San Juan, celebrada del 23 al 24 de junio, hunde sus raíces en antiguas festividades paganas europeas vinculadas al solsticio de verano en el hemisferio norte. En estas latitudes, la fecha marcaba el día más largo del año y era acogida con rituales de fuego destinados a espantar malos espíritus, proteger las cosechas y atraer la fertilidad y la buena suerte. Con la expansión del cristianismo, la festividad fue absorbida por el calendario litúrgico y asociada con el nacimiento de San Juan Bautista, bautista del agua, sin que se extinguiera del todo el imaginario solar ni las prácticas “profanas”.
Al llegar a América, África y el Caribe de la mano del colonialismo europeo, esta tradición se transformó. Su sincretismo fue resultado no solo del encuentro violento entre culturas, sino también de la resistencia silenciosa y creativa de los pueblos sometidos. En el sur global, esta fiesta fue resignificada por pueblos indígenas y afrodescendientes, integrando elementos ancestrales propios que resemantizaron el calendario impuesto.
En América Latina, en regiones como Barlovento (Venezuela), el litoral colombiano o el nordeste brasileño, el fuego europeo convivió con cantos de tambor, rituales de agua y danzas de origen africano. La espiritualidad yoruba y bantú se entretejió con los santos del calendario católico, generando formas híbridas como San Juan Congo o San Juan Bautista venerado como orisha del agua y la renovación. En estos contextos, el baño ritual en ríos y mares al amanecer no solo limpia, sino que conecta con los ancestros.
En África, particularmente en zonas con herencia lusófona como Guinea-Bisáu o Angola, las «festas juninas» introducidas por los colonizadores portugueses también fueron apropiadas con simbologías propias, fusionando cultos locales y devociones cristianas en un espacio festivo de resistencia cultural.
En el Caribe, la noche de San Juan es reinterpretada por religiones como el vudú haitiano, la santería cubana o el espiritismo criollo, como un momento de gran potencia espiritual. Las aguas de la madrugada y los fuegos rituales se convierten en portales de comunicación con lo sagrado, no como folclor exótico, sino como acto de continuidad y afirmación identitaria.
Así, la Noche de San Juan dejó de ser una simple “celebración veraniega europea” y se convirtió, en manos del sur global, en una coreografía viva de memoria, resistencia e hibridación. Una noche donde el fuego y el agua no solo celebran el ciclo solar, sino también el ciclo inquebrantable de los pueblos por preservar su cosmovisión en medio del trauma colonial.

El ritual vive en el cuerpo del pueblo
En la actualidad, la Noche de San Juan no es un vestigio del pasado: es una fiesta viva que se reinventa año tras año en las comunidades del sur global. Aunque persisten elementos heredados del calendario católico —como las misas o las procesiones—, lo que le da alma a la celebración son los rituales colectivos que fusionan agua, fuego, tambor y palabra. El pueblo se convierte en protagonista y guardián de un saber que se transmite, no por libros, sino por cuerpos en movimiento, por la piel que baila y la voz que canta.
En Venezuela, especialmente en Barlovento, Naiguatá y Choroní, las comunidades afrovenezolanas organizan toques de tambor en honor a San Juan. Acompañados por cantos de fe y alegría, los devotos llevan al santo en procesión mientras las calles vibran con pasos de baile. El fuego arde en las esquinas, mientras en las playas y ríos se practican baños de medianoche que purifican y renuevan. Los cuerpos se entregan al movimiento, a veces en trance, otras en celebración, en lo que puede verse como una continuidad de prácticas ancestrales africanas y caribeñas.
En Brasil, las “Festas Juninas” —celebradas en junio y particularmente intensas en el noreste— reúnen fuegos artificiales, danzas como la cuadrilla, comidas típicas, vestimentas rurales y juegos populares. Pero más allá del espectáculo, muchas de estas festividades tienen raíces profundas en las celebraciones de esclavos y campesinos, donde se agradecía a la tierra y se conjuraban esperanzas para el porvenir.
En Colombia, las regiones ribereñas y del Pacífico también conservan tradiciones ligadas a la noche de San Juan. En algunos pueblos, se lanzan al río objetos que simbolizan deseos, y los rezos se mezclan con cantos de marimba y tambores, en una sinfonía profundamente afrodescendiente.
En el Caribe insular, el ritual de baño en el mar al amanecer del 24 de junio sigue vigente. En Cuba, Puerto Rico o República Dominicana, los devotos acuden a la costa con ofrendas, plegarias y tambor, pidiendo salud, renovación o limpieza espiritual. En algunos casos, estos actos están atravesados por prácticas religiosas como la santería o el espiritismo, reforzando la lectura simbólica y espiritual de esta noche.
Lo común en todas estas manifestaciones es que no se trata de una “celebración de calendario”, sino de una práctica que conecta a la comunidad con sus raíces, con la tierra y con fuerzas que trascienden lo visible. Es un acto de soberanía simbólica: en un mundo fragmentado por la colonialidad y la globalización, la gente sigue escribiendo su historia con fuego y agua.
Agua, fuego y memoria como fuerza sagrada
Para muchas comunidades del sur global, la Noche de San Juan no es simplemente una fiesta: se cree que es un umbral entre lo visible y lo invisible, entre lo cotidiano y lo sagrado. Durante la madrugada del 24 de junio, el fuego y el agua actúan como portales que conectan con dimensiones espirituales, con los ancestros y con las fuerzas que rigen la vida.
El agua, que para el cristianismo representa purificación por el bautismo, adquiere otras resonancias en contextos afrodescendientes y originarios: es matriz de vida, vínculo con los orishas, elemento regenerador. En comunidades donde la santería, el vudú o la espiritualidad popular dialogan con el catolicismo, bañarse en el río o en el mar no es solo rito: es pacto, limpieza, reencuentro con la energía ancestral. El cuerpo que entra al agua, lo hace con respeto, con fe, con la certeza de que allí habita lo divino.
El fuego, por su parte, es símbolo solar, pero también lenguaje de los espíritus, guardián del tiempo y fuerza transformadora. Saltarlo es un acto de fe, de renacimiento; encenderlo colectivamente es afirmar que, incluso en medio de la oscuridad, el pueblo tiene su propia luz. Las fogatas alrededor de las cuales se canta, se danza y se recuerda, no son sólo combustible: son memoria encendida.
Estas prácticas, lejos de ser remanentes “folklóricos”, son espacios activos de resistencia cultural. Ante siglos de borramiento colonial, racialización del rito y domesticación religiosa, las comunidades han sostenido su relación con lo sagrado desde lo sensible, lo colectivo y lo encarnado. Cada tambor que suena, cada danza que invoca, cada oración al borde del agua es una afirmación radical de existencia.
En Barlovento, Venezuela; por ejemplo, mujeres y hombres que cantan décimas a San Juan no repiten fórmulas vacías: lo hacen desde una espiritualidad encarnada en la tierra, en los ritmos del cuerpo y en la continuidad de sus antepasados. En el nordeste brasileño, los altares adornados de mazorcas y frutas no son decorados: son ofrenda al ciclo agrícola y espiritual. En el Caribe, los rezos al amanecer conjugan cosmogonías indígenas, africanas y cristianas que conviven sin contradicción en la fe del pueblo.
Así, la Noche de San Juan no solo sobrevive: trasciende como práctica espiritual insurgente, donde lo sagrado no es imposición, sino alianza íntima con los elementos. En cada llama hay historia, en cada gota hay herencia, en cada canto hay futuro.
Entre la etiqueta folclórica y la llama viva del pueblo
En muchos territorios del sur global, la Noche de San Juan transita un espacio de disputa simbólica. Por un lado, existen formas de institucionalización cultural —desde festivales patrocinados hasta museografías turísticas— que han cristalizado la fiesta en versiones estetizadas, desconectadas de su raíz espiritual y comunitaria. Por otro, persisten sectores populares que viven esta noche como un acto íntimo, devocional, profundamente vinculado a su identidad y memoria colectiva.
Este contraste revela una tensión de fondo: la folclorización como dispositivo de domesticación. Cuando el tambor es “exhibido” pero no escuchado; cuando la danza se convierte en espectáculo despolitizado; cuando el ritual se transforma en postal… lo que está en juego no es solo un gesto cultural, sino el derecho del pueblo a narrarse desde su propia cosmovisión. La fiesta pierde su dimensión subversiva y se convierte en producto exportable, seguro, decorativo.
Frente a ello, la vivencia popular auténtica no rehúye la fiesta, pero la habita como trinchera de resistencia cultural. No se limita a repetir formas: las reinventa. No conserva por nostalgia, sino por conciencia histórica. Es aquí donde emerge el diálogo con el pensamiento descolonial, que denuncia la colonialidad del saber y del ser, y que propone rescatar los conocimientos situados, las formas otras de espiritualidad, la legitimidad de la experiencia sentida.
La praxis viva de la Noche de San Juan —desde el tambor en Barlovento hasta las aguas del Caribe— se posiciona como saber corporal contrahegemónico, como archivo encarnado de resistencia. No es un ritual “exótico” ni una curiosidad antropológica: es un código político que afirma la soberanía simbólica de los pueblos.
En este marco, la mirada bolivariana también cobra sentido, en tanto reivindica la unidad latinoamericana desde los pueblos, sus lenguajes, su dignidad cultural. La fiesta no es solo color local: es territorio de lucha simbólica, donde se confrontan la globalización cultural con las raíces insurgentes de Nuestra América.
Así, la Noche de San Juan sigue latiendo como acto de rebeldía espiritual. Su verdad no está en el escenario, sino en la arena caliente, el canto sudado, la lágrima que se limpia con agua de río. Allí donde el pueblo celebra, invoca y persiste —sin permiso, sin guion, sin folklore impuesto—.

Venezuela canta, danza y resiste
En la madrugada del 24 de junio, cuando el tambor retumba entre las calles de Barlovento, Naiguatá, Curiepe o Cuyagua, no es solo San Juan quien “baja” entre cantos y fuegos: es el pueblo mismo el que se levanta, se abraza y se reinventa en cada golpe, en cada baño ritual, en cada paso de baile.
La celebración venezolana de San Juan, declarada en 2021 Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO, es mucho más que un acto devocional o festivo: es una trama viva de memoria afrodescendiente, identidad popular y espiritualidad insurgente. A través de sus formas expresivas —tambor, décima, danza, fe— se materializa una pedagogía del cuerpo colectivo, una resistencia suave pero tenaz que ha logrado sobrevivir al racismo estructural, al olvido y a la folclorización.
Este reconocimiento internacional no encierra la celebración en un museo ni le da solemnidad oficial: le da voz, resguardo y proyección global. Pero el verdadero resguardo está en quienes la viven. En la señora que canta al amanecer, en el joven que talla un tambor nuevo, en las niñas que aprenden a trenzar devoción con identidad.
San Juan, en su versión venezolana, encarna una alquimia única: catolicismo popular, espiritualidad africana, energía territorial e imaginación descolonial. Como lo ha dicho el canto colectivo durante generaciones: “San Juan todo lo tiene, San Juan todo lo da”. Y entre lo que da, está este fuego que no se apaga: el de un pueblo que no deja de danzar su verdad.
Texto: Prensa Intersaber/Fotos: cortesía web